miércoles, 9 de enero de 2019

'The Old Man & the Gun', un hombre y un destino



'The Old Man & The Gun' (íd., David Lowery, 2018) pasará a la historia del cine como la película que significó el adiós de Robert Redford a la interpretación —anotemos que aún tiene pendiente de estreno 'Buttons' (Tim Janis, 2018)—. El broche de oro perfecto de un actor, también productor y director, que nada tiene que demostrar a estas alturas, y menos en una época en la que el cine va camino de ser interpretado, y realizado, por programas de ordenador. Redford, que se dio a conocer prácticamente cuando el mal llamado cine moderno daba comienzo, parece pertenecer ahora a una época aún más lejana. El ensordecimiento visual, valga la expresión, al que tiende buena parte del cine actual parece caminar en dirección contraria a la de actores como el creador del Festival de Sundance.

Y sin embargo ha encontrado en un director moderno —conocedor como pocos de las posibilidades de los avances que hoy día un director de cine tiene a su alcance; o mejor dicho, uno de los más perfectos traductores al respecto que el cine, al menos el estadounidense, posee— como David Lowery al compañero perfecto para retratar esta especie de elegía a toda una forma de vida. Así pues, el personaje de un Redford de 82 años, inspirado por cierto en un personaje real —lo cual empareja esta película con 'Mula' ('The Mule', Clint Eastwood, 2018)— sirve como reflejo de toda una vida dedicada a una labor que en manos del actor siempre ha parecido que era algo fácil de hacer.




Redford pertenece a esa clase de actores que componen un personaje con la mirada y dos gestos, uno de esos intérpretes de los que la cámara se enamora literalmente y basta con su sola presencia. Y se pone a las órdenes de un joven de 38 años, con el que ya había participado en la nada desdeñable 'Peter y el dragón' ('Peter's Dragon', 2016), película que evitó totalmente que se etiquete a un director tan difícil de clasificar como Lowery, algo que también puede decirse por obras como 'En un lugar sin ley' ('Ain´t Them Bodies Saints, 2013) y sobre todo 'A Ghost Story' (íd., 2 017), para el que suscribe la obra maestra de su director, y que gurda no pocos elementos en común con la presente. El devenir del tiempo, los personajes desencajados, o el esquema cíclico de la vida son temas en común en ambas películas. Una narra la historia de un fantasma que llega a observarse a sí mismo desde el inicio en un bucle temporal inolvidable, la otra narra la historia de un fantasma en vida, un hombre que se pasó su existencia robando bancos y escapando de todos los sitios donde le encerraba la ley.

Si en el film anterior Lowery utilizó el formato 1.33 para acercarse al inicio del séptimo arte, en 'The Old Man & the Gun' el director utiliza sabiamente el ratio 2.35, tan de moda en el cine actual y que muy pocos saben sacarle el partido adecuado. El glorioso scope, bañado con la apagada fotografía del inspirado Joe Anderson, sirve para insuflar algo de épica a un relato que no necesita de ningún artificio para emocionar aún cuando tira de nostalgia en algún momento —caso del repaso de la fechorías del personaje y se utiliza metraje de la popular 'La jauría humana' ('The Chase', Arthur Penn, 1966)—, al contrario, no se cargan las tintas. Ni siquiera en las breves apariciones de actores representativos de épocas coetáneas a los años jóvenes de Redford. Tal es el caso de Danny Glover, Tom Waits o un fugaz Keith Carradine, ecos de un cine estadounidense que Lowery parece añorar, y algunos de nosotros con él.



Todos ellos, incluso un Casey Affleck cada vez mejor actor, permanecen a la sombra, nunca mejor dicho, de un Redford en estado de gracia, ésa que sólo la experiencia del camino bien realzado da a uno en la vida. Únicamente Sissy Spacek está a la altura, evidentemente porque su personaje tiene muchos más minutos en pantalla que el resto de secundarios y actúa a modo de ancla, de faro, del central. Con todo, Lowery los trata a todos con sumo mimo y le permite lucirse sin que parezca que lo están haciendo. Los diálogos de Waits y Glover, las deducciones y sentimientos del rol de Affleck, o el episodio de la joyería con Spacek, lo demuestran. Además el director suele situar a los personajes en el centro del encuadre en instantes reveladores e importantes. Así sucede en el instante de la despedida del personaje de Waits y su reflexión sobre el cementerio que hay en frente de la casa de Forrest (Redford), o en todos los atracos que éste último comete y en muchos de los instantes con Jewel (Spacek), por cierto nombre más que acertado para el personaje femenino.

Esa forma de encuadrar a sus personajes, recordemos que la historia está inspirada parcialmente en hechos verídicos —la ficción una vez más dándose la mano con la realidad en una comunión que sólo el séptimo arte puede hacer posible—, más el uso de la fotografía con esos tonos crepusculares que dotan al film de un carácter onírico a ratos perceptible, a ratos disimulado. Porque tal y como dice uno de los policías que en el pasado atrapó a Forrest, no se trata de tener una vida, sino de vivir. Esto mismo puede aplicarse a la decisión narrativa de Lowery. No se trata de reproducir toda una vida —la de Redford, la del propio personaje—, sino de sentirla/vivirla. Esa maravillosa persecución automovilística, o ese diálogo final —¿Estás bien, Forrest? / Estoy a punto de estarlo— acompañado del rítmico sonido que imita un reloj, como clara alegoría sobre el paso del tiempo, también del reconocimiento del instante preciso, así lo atestiguan.


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