Tras los continuos pozos de insatisfacción que a muchos les dejan los resultados de elecciones en nuestro país —donde la “mayoría” decide respaldar la corrupción, el abuso de poder o directamente el fascismo—, hablar de un film que aborda la política es algo a lo que no he podido resistirme. ‘El último hurra’ (‘The Last Hurrah’, John Ford, 1958) me ha parecido, con diferencia, la mejor elección de todas.
Un film enmarcado en la época en la que el cine de Ford se ponía mucho más serio de lo que ya era hasta ese instante. Un punto de inflexión en una filmografía única y, que en sus últimos compases tenía una mirada decadente y melancólica sobre la vida. Se trata de una película no tildada muchas veces como lo que es, una obra maestra. Tal vez a muchos no les gustó que Ford no se decantase ideológicamente, algo con lo que el maestro gustaba de vacilar al personal, empeñados todos en colgar las dichosas etiquetas.
‘El último hurra’ es la historia de una derrota, la de Frank Skenffington —impresionante Spencer Tracy—, un político importante en una ciudad que jamás llega a citarse, sólo que pertenece a Nueva Inglaterra, aunque si nos fijamos enseguida deducimos que es Boston. En cualquier caso, esa falta intencionada de datos se da también a otro niveles, con los que Ford se la juega por completo, en la que es probablemente su película más arriesgada.
Ford habla de los políticos de antes, cuya época ya ha pasado, o está pasando. Y aunque hay varios diálogos que pueden darnos una idea sobre los lados ideológicos, no es lo que a Ford le interesa. Su mirada va mucho más allá de ideologías. Se realiza cierto enfrentamiento entre las nuevas generaciones y las viejas —algo que curiosamente se está dando en nuestro país—, perdiendo en la comparación las primeras, por efusividad, pasotismo y desconocimiento, pero Ford, amante de los pequeños detalles, de la mirada, del gesto, del silencio, no le da importancia, no es eso de lo que habla.
El film se divide en dos bloques muy bien diferenciados, de forma inesperada si se quiere apreciar así también. En las dos horas, que nunca pesan en el metraje, Ford realiza una especie de radiografía de Skeffington y todo aquel que le rodea, un fresco sobre un político tan amado como odiado; y en los veinte minutos finales Ford se desnuda por completo en intenciones, y nos da un derechazo único que centra al respetable en lo verdaderamente importante.
Pero antes de ello, Ford ha jugado con nosotros, pobre mentes pensantes. Nos enseña a un viejo político que se las sabe todas, sobre todo hacer uso de la típica demagogia política en cuestiones personales, y sin renunciar, para sorpresa de todos a cierto tono irónico, incluso paródico, con varios gags antológicos —el director se consideraba, al final de su carrera, como un director de comedias, aunque sólo le encargaron un par—. ¿Se ríe Ford de la política? No, creo que ratifica que una de las mejores cualidades que posee el ser humano es el humor.
Su retrato de Skeffington no es generoso en lo que respecta a jugarretas políticas, como tampoco lo es el de algunos de sus opositores, encarnados, no por casualidad, por Basil Rathbone y John Carradine. Nadie se queda a salvo en una película que parece transcurrir apaciblemente sin sobresaltos, ni siquiera el hijo del protagonista (Arthur Wlash), un niño mal criado e idiota que vive a cuerpo de rey, y con el Ford realiza su jugada más maestra de cara a noquear al espectador.
Así pues Ford reparte a diestro y siniestro, con humor, con mala leche, con ironía, llena el plano de personajes, todos con algo que decir, y parece no mojarse. De vez en cuando nos inserta secuencias que tendrán su sentido al final, o como a él le habría gustado sin duda, con el paso del tiempo. Skeffington coloca una flor todas las mañanas al pie del retrato de su mujer fallecida. La historia de amor está contada en tan sólo tres secuencias.
La de la flor, aquella en la que le habla a su sobrino (Jeffrey Hunter) en un viejo callejón oscuro sobre la primera vez que vio a su esposa, a quien no dejó de amar desde ese momento. Instante muy lírico con el que además Ford se asoma a algo, en mi opinión, vital: el origen de algunos de los diferentes personajes del relato es el mismo, más tarde la vida les llevó por diferentes caminos. El tercer instante es un sencillo gesto de Spencer Tracy, en una secuencia que por sí sola vale más que muchas películas y clases de interpretación.
El mismo proviene tras una de las secuencias que demuestran que Ford sabía mucho más que dejar la cámara quieta y componer dentro del plano. Ese instante, triste, brillantemente ejecutado, de Skeffington abatido tras su derrota electoral, caminando solo por la calle hacia su casa, mientras al fondo, en sentido contrario, celebran la victoria del oponente político. Un largo travelling —de alguien a quien, dicen, no le gustaba mover la cámara— de serenidad como preámbulo al verdadero final.
Skeffington llega a su hogar, mira el cuadro de su esposa y con media sonrisa se encoge de hombros. Un gesto que en manos de Tracy, y su escandalosa naturalidad, se convierte en todo un detalle descriptivo que cierra la historia con su mujer, después de lo cual se prepara al espectador para lo que realmente Ford quiere contar desde el principio. O dicho de otra manera, pone las cartas sobre la mesa.
Si el cine de Ford es atemporal —da igual la época que analicemos— es por cosas como el tramo final de ‘El último hurra’. Skeffington ha caído enfermo y no le queda mucho de vida. Su habitación se convierte entonces en un lugar al que amigos, y enemigos, acuden para despedirse mientras aún pueden. Ideologías encontradas, intereses económicos, viejas rencillas, etc., todo ello queda a un lado porque lo que realmente importa es el ser humano. La extrema sensibilidad en esos últimos momentos es de una delicadeza asombrosa. Un doloroso puñetazo que Ford da al espectador mientras le descubre la única verdad que importa.
El plano final es puro Ford. A través del umbral de la entrada —una imagen muy repetida en el cine del director, marca ya de la casa—, vemos cómo, uno a uno, van subiendo por las escaleras los viejos amigos del político ya muerto. Las sombras de los personajes se reflejan en la pared —acercándose al expresionismo—, semejando fantasmas y espectros futuros, vestigios de otro tiempo que se extingue.
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