‘Mundo sin fin’ (‘World Without End’, Edward Bernds, 1956) es el primer título de Sci-Fi de su director, un todoterreno sin demasiado talento, pero sí muchas ganas. El film es uno de los más originales de aquella época de los cincuenta, y al mismo tiempo uno de los más risibles, si se mira con la lupa de la ideología y al que el paso del tiempo ha dañado considerablemente en algunas partes, a pesar del glorioso cinemascope que luce todo el film. Sin embargo posee más elementos que la hacen disfrutable, eso sí, entrando en el juego. Como siempre.
Para empezar, la película supone todo un precedente de esa joya del género titulada ‘El planeta de los simios’ (‘The Planet of the Apes’, Franklin J. Schaffner, 1968), puesto que el argumento y el inicio son casi idénticos. Sin embargo, allí donde Schaffner triunfa, con un manejo del suspense y convenientes dosis de aventura bien entendida, Bernds se limita a ser anecdótico, desaprovechando las enormes posibilidades de un viaje en el tiempo, desde ese planeta que tanto ha fascinado al cine en diversas épocas.
Bernds debía de estar obsesionado con las civilizaciones en otros planetas, a tenor no sólo de esta película, sino también de 'La reina del espacio exterior' (‘Queen of Outer Space’, 1958), que recoge temas de la presente, incluso utilizaron parte de sus decorados y vestuario, algo muy común en las producciones de aquellos años. Si bien el film con Zsa Zsa Gabor puede provocar vergüenza ajena en algunos momentos, coincide con ‘Mundo sin fin’ en su retrato sobre las mujeres, más fuertes que sus masculinos compañeros, y fascinadas por lo extraño, lo nuevo, con cuerpos más viriles, de los que se enamoran ipso facto.
Tales “posturas”, tan de otro tiempo, es mejor dejarlas a un lado, a no ser para divertirse mirándolas desde la distancia de la evolución mental/ideológica, o eso quiero creer. Es mejor mirar para el relato aventurero, de evasión, con ese grupo de cuatro astronautas que volviendo de Marte a la Tierra se encuentran con un fenómeno físico, llámese pura ciencia ficción, que les hace aterrizar en un planeta que no reconocen, pero que al poco deducen es el nuestro. Tras descubrir animales como arañas gigantes –con efectos visuales tan mediocres, como un muñeco de goma representando la amenaza− y mutantes de un solo ojo, muy cabreados, porque sí, deciden ocultarse en una cueva.
En ella descubrirán a los seres humanos normales, que lejos de meterse en guerra con los de la superficie han decidido vivir bajo tierra en instalaciones perfectamente diseñadas en todo. Idea, la de los humanos viviendo bajo tierra, que volvería a ser recogida en la saga de los simios, concretamente en la secuela, dirigida por Ted Post en 1970. La pequeña intriga que se plantea allí, con esas gentes tan pacíficas, es bastante naif, a ratos incluso ridícula, aunque se plantean apuntes interesantes sobre el futuro de la humanidad, algunos de ellos muy esperanzadores, quizá demasiado. Una mirada optimista sobre la especie dominante y su supervivencia a lo largo de la historia, pasada y futura.
Con un reparto muy entregado, y convencido de lo que está haciendo, sobresale un joven Rod Taylor, viajando al futuro cuatro años antes de hacerlo a las órdenes de George Pal en el incombustible clásico basado en la obra de H.G. Wells. El actor se pasea con su socarronería típica en algunos de sus personajes, mientras Bernds hace gala de un buen uso del cinemascope, con el que filma los liosos pasillos subterráneos, y nos muestra en todo su esplendor los modelitos que lucen todas las actrices, y asistimos perplejos a unos diálogos más bien pobres, obra de… Sam Peckinpah.
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