miércoles, 20 de febrero de 2019

'Matar a un ruiseñor', la aventura de crecer


Quien no haya visto nada de Robert Mulligan debería dejar de leer ahora mismo y ponerse a ver al menos un par de películas de su filmografía. Mis recomendaciones personales serían por supuesto la película que hoy nos ocupa, ‘Matar a un ruiseñor’ (‘To Kill a Mockingbird’, 1962), seguida de ‘La noche de los gigantes’ (‘The Stalking Moon’, 1968) o ‘El próximo año, a la misma hora’ (‘Same Time, Next Year’, 1978), y a partir de ahí a gusto del consumidor. No hay duda de que su extensa filmografía, la más famosa de todas sus películas, aquella que ha dejado una de esas huellas imborrables en el transcurso de la historia del séptimo arte es sin duda ‘Matar a un ruiseñor’. Porque no estamos únicamente ante una película que posee unos trabajos de realización e interpretación sobresalientes, o una historia que atrapa desde su comienzo. Ni siquiera estamos únicamente ante una obra maestra, por mucho que dicha apreciación parezca sobada de más.
Más de una vez se me ha preguntado por películas de carácter pedagógico, y el trabajo de Mulligan suele ser el primero en mi lista de sugerencias. Su poder de sugestión, su capacidad para llevar al espectador a un mundo tan puramente cinematográfico y a la vez tan real como la vida misma, es tan grande que no desaparece a cada nuevo visionado, sino justamente lo contrario. ‘Matar a un ruiseñor’ es una de esas películas que podrían servir de materia educativa en cualquier escuela del mundo, por sus valores puramente humanos.

La película adapta la novela ganadora del premio Pulitzer, obra de Harper Lee de claros tintes autobiográficos. Uno de los libros más leídos en la sociedad norteamericana del siglo XX da lugar a una de las películas más populares que existen. Lógica pura y dura. Pero esto no hubiera sido posible sin la implicación de Robert Mulligan en el proyecto, que junto con el guionista Horton Foote, supo captar la esencia del libro de Lee. En el film se tocan muchos temas de interés social, pero sobre todo estamos ante una película que habla de la inocencia. Por eso mismo, su mirada es siempre la de uno de los personajes centrales, Scout (Mary Badham), y de cómo los hechos que acontecen le afectan.
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El film está dividido en tres bloques muy diferenciables entre sí, casi de carácter episódico, que Mulligan une en perfecta armonía.Ambientada en la época de la gran Depresión en un pueblo del Sur, Scout y Jem son dos hermanos, hijos de Atticus Finch (Gregory Peck) que pasan sus días de verano como mejor pueden en el vecindario. Reuniéndose con “Dill” —personaje a cargo del niño John Megna e inspirado en la figura de Truman Capote, amigo íntimo de Harper Lee— se sentirán atraídos, como todos los niños, por lo desconocido, en este caso el misterio que se oculta tras las puertas de una de las casas del vecindario, la de los Radley, donde dicen que habita un hombre horrible oculto a los demás. La imaginación de los niños hará el resto.
En realidad un bloque de presentación de personajes perfectamente dibujados en ese tramo a través de sus vivencias. Así del carácter infantil del trío protagonista, que les lleva a ser enormemente curiosos y temerarios, se pasa a la personalidad firme de Atticus Finch, el hombre con los pies en el suelo, padre viudo que educa a Scout y Jem sabiendo que no podrá librarles de todos los males del mundo. En dicho bloque ocurre uno de los instantes clave del film, el del perro rabioso que Finch eliminará con un rifle ante el asombro de sus hijos, sobre todo Jem. Dicha escena es un preámbulo de lo que le espera a Finch en el segundo bloque de la película, el perro representa el peligro irracional que se verterá sobre el pueblo y su habitantes cuando Tom Robinson (Brock Peters), un hombre de color, sea acusado por la violación de una chica blanca. Son tiempos en los que los negros son personas de segunda categoría, y cuya culpabilidad no suele ponerse en duda. Pero Atticus Finch no cree en las diferencias de color y la culpabilidad de alguien, blanco o negro, ha de probarse.
El juicio ocupa buena parte del metraje, y es un prodigio de ritmo y planificación. Una pantomima que Mulligan utiliza para hablar de lo miserable que puede llegar a ser el ser humano. Sin ningún tipo de manipulación, Mulligan expone los hechos poniendo en Finch la voz de la verdad, añadiendo la ironía de que ésta a veces no es suficiente para sobrevivir en un mundo dominado por la mentira y el engaño, donde es factible hacer daño el prójimo en beneficio propio, o simple y llanamente por odio. Un odio incomprensible que nace de la propia naturaleza del hombre, capaz de hacer el mal sólo porque sí, porque se es malvado, tal y como representa el personaje de Bob Ewell, a cargo de James Anderson, que se convertirá en el ogro del film, sobre todo en su tercio final, cuando la película alcanza el carácter de cuento de hadas con tintes terroríficos.
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Y es precisamente en ese bloque final donde la película termina de presentar y jugar todas sus cartas. Tras la farsa de juicio de triste final, Scout y Jem será protagonistas de la que probablemente sea la aventura más emocionante de sus vidas, aquella en la que aquel al que temían al principio del film, Boo Radley, les salvará de las peligrosas manos de Bob Ewell. Una vuelta a la mirada de inocencia, pero esta vez centrada en el personaje retrasado Boo Radley, ese ser invisible que siempre se mantuvo a distancia de sus amigos, haciéndoles regalos desde la sombra. Radley salvará la vida de Jem y Scout terminando con la de Ewell. Es entonces cuando en la película se producen las dos certezas con las que ha estado jugueteando durante el resto del metraje. Finch abrirá los ojos al comprender que acusar a Radley por lo que ha hecho, sería como matar a un ruiseñor, valor que siempre le inculcó a sus hijos; y Scout certificará que nunca se conocerá a alguien hasta que se haya caminado con sus propios zapatos. Atención al instante en el que Scout descubre tras la puerta de su habitación a Radley —Robert Duvall en su primer papel para el cine— escondido, y antes de que Finch les presente, Scout casa todo en su mente y pronuncia su nombre.
A pesar de que en ‘Matar a un ruiseñor’ los personajes centrales son dos niños, el que queda en la memoria por encima de todos es el de Atticus Finch, elegido en numerosas ocasiones como el más grande héroe de ficción que ha tenido el cine estadounidense. Y es que hay algo en Finch que le distingue de los demás héroes cinematográficos: su patente verdad. Todos querríamos ser Atticus Finch, y lo que es más importante, todos podríamos serlo, a pesar de las enormes cargas de responsabilidad que ello conllevaría. Gregory Peck, que mantuvo amistad con Mary Badham hasta el final de sus días y a la que siempre llamó Scout, realiza la que muy posiblemente sea la mejor interpretación de toda su carrera, con una naturalidad y presencia imponentes. Dicen que Harper Lee, visitando el rodaje, no pudo contener las lágrimas cuando vio a Peck caracterizado de Finch pues le recordaba enormemente a su padre.
‘Matar a un ruiseñor’ es una de esas películas para las que el término de obra maestra parece quedarse corto. Su mirada va más allá de lo que son los recuerdos infantiles que rememoran noches lejanas de verano —una de las constantes del cine de Mulligan—, se adentra en ellos con un facilidad pasmosa, y trata de tú el enfoque de un niño ante las incomprensibles actitudes de los adultos. Sirva como ejemplo el momento en el que varios habitantes acuden a la cárcel para linchar a Tom Robinson y las preguntas inocentes de Scout hacen que se avergüencen de lo que iban a hacer, dejando a Atticus con el sabor del orgullo en sus labios. Al igual que ese reloj roto que representa lo efímero del tiempo, o esa mágica banda sonora de Elmer Bernstein, que representa la infancia, y varía según los estados anímicos a partir de las mismas notas, los hijos de Finch dejarán de ser niños algún día, y esa muestra de madurez prematura es señal inequívoca de ello.
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