‘La soga’ (‘Rope’, Alfred Hitchcock, 1948) representa la primera película en la que el maestro del suspense tuvo absoluta libertad para todo. Su relación con David O. Selznick, que le había producido varios films, se volvió totalmente insostenible y Hithcock montó su propia productora, Trasatlantic, con la que emprender nuevos y ansiados proyectos. El material de la obra teatral de Patrick Hamilton que reunía sexo, comida y un crimen era algo que tentó muy fuerte a Hitchcock.
Además la película fue “la primera” en muchas cosas. Fue el primer film en color filmado por el director, que experimentó hasta la saciedad con la iluminación. Fue la primera colaboración con James Stewart, con quien hizo tres películas más. Fue también el primer film de “los cinco films perdidos de Hitchcock” debido a que el director retuvo los derechos dejándolos como herencia a su hija, quien en 1984 re-descubrió la película al mundo junto con las otras cuatro, 'La ventana indiscreta'('Rear Window', 1954), 'Pero... ¿quién mató a Harry?' ('The Trouble with harry', 1955), 'El hombre que sabía demasiado' ('The Man Who Knew Too Much', 1955) y 'Vértigo' ('Vertigo', 1958). Casi nada.
Pero ante todo fue su primer gran experimento, aquel que resultó de su mala experiencia con Selznick, pero que en cierto modo contradecía sus teorías sobre la narración cinematográfica a base del montaje. Hitchcock quería realizar una película en un sólo y largo plano secuencia, acercando el cine al teatro. Debido a la imposibilidad —cada rollo de película daba para unos diez minutos— realizó determinados cortes acercándose a la espalda de un personaje y volviendo a partir de ahí.
El alto contenido homosexual de la obra teatral —dos homosexuales cometen un asesinato para demostrar superioridad intelectual, y son descubiertos por un antiguo profesor que estuvo liado con ellos— puso en jaque la adaptación. A finales de los años 40, el tema de la homosexualidad no era precisamente del agrado de muchos —aún no lo es hoy día, pero imbéciles habrá en todas las épocas—, y así hubo que anular ciertos detalles al respecto en el guión que escribió Arthur Laurents a partir de una adaptación de Hume Cronyn, amigo personal de Hitchcock.
Un ejercicio de suspense
Para empezar Hitchcock contó con dos homosexuales como John Dall y Farley Granger para los personajes de la pareja de jóvenes que tergiversan las enseñanzas del profesor Rupert, papel con el que la presencia de James Stewart anula por completo las insinuaciones gays hacia su personaje, puesto que el actor era muy querido por el pueblo medio americano al haberles representado varias veces, sobre todo las órdenes de Frank Capra —nota mental, hacer un especial sobre ese genio—.
La intención de Hitchcock no fue poner sobre la mesa postulados sobre el asesinato y la loca idea de que ello sería un privilegio para mentes superiores que librarían al mundo de gente inútil —la idea es peligrosa, pero no deja de tener su atractivo—, sino establecer un divertido juego de suspense gracias al planteamiento —los asesinos esconden el cadáver en un arcón que luego convierten en un mesa de cena para una fiesta—, y sobre todo a la técnica de filmación que fue toda una innovación y que nadie se atrevió a repetir desde entonces.
El guionista estaba en desacuerdo con mostrar el asesinato al inicio porque según él desaparecía todo suspense; Laurents era de la opinión que sería mucho mejor no mostrarlo, así el espectador se preguntaría todo el relato si allí hay un cadáver o no. Sin embargo, creo que la decisión de Hitchcock fue mucho más acertada por lo retorcido de la acción/reacción. Al saber que allí hay un cadáver, el espectador sufre cada vez que están a punto de ser descubiertos los asesinos y su horrible crimen. ‘La soga’ es una película en la que el espectador sufre con el asesino, inexplicablemente está de su lado, algo que repetiría Hitchcock más veces en su filmografía.
Un rodaje complicado
Mientras todos sufrieron con la filmación de ‘La soga’, los actores Sir Cedric Hardwicke y Constance Collier —que suelta un chiste sobre ‘Encadenados’(‘Notorious’, 1945)— , de amplia experiencia teatral, gozaron de lo lindo con el rodaje. Éste se llevó a cabo en un piso móvil, cuyas paredes y demás elementos se movían a gusto del director, que tenía que pasar con la cámara —las de color, por aquel entonces, eran de gran tamaño— mientras el equipo iba moviendo todo a su paso. Como las tomas se realizaban del tirón durante nueve minutos, hubo que repetir unas cuantas veces, sobre todo por lo concerniente a la luz.
La historia pretende narrarse en tiempo real, un tiempo real en verdad manipulado por Hitchcock, ya que hablamos de un asesinato, una fiesta posterior y el descubrimiento del crimen, demasiados hechos para 77 minutos. Pero todo avanza con inusitada fluidez. La iluminación de las tomas finales, que suceden de tarde/noche requirieron de repetición, dando a Hitchcock la oportunidad de lucirse con sus conocimientos de iluminación adquiridos en sus años mozos en el cine alemán.
En cuanto a los famoso cortes, hay nueve en todo el relato, además de lo dicho anteriormente sobre dirigir la cámara hacia la espalda de uno de los personajes para cerrar objetivo y luego seguir a partir de ahí, el truco es demasiado visible. Queda mucho mejor el corte de montaje cuando Phillip (Granger) grita al desmentir una historia sobre el estrangulamiento de un pollo y vemos la reacción del personaje de James Stewart. Mientras que el resto de cortes fueron por necesidad, éste ayuda además a la narración como elemento emocional.
El juego de las sutilezas y la mentira
Con todo ‘La soga’ es una película magistral, y aquella en la que la definición de Hitchcock sobre el suspense —algo que conoce el espectador y desconoce el personaje— alcanza su máxima expresión; un ejercicio de puro cine que además navega sobre una dudosa moralidad —el film fue prohibido en muchos cines de los Estados Unidos—, y con algunas sutilezas nunca lo suficientemente reivindicadas. Quiero señalar la escena inicial del asesinato, que con los jadeos representa una escena sexual pura y dura, acercando no sin razón la violencia al sexo, algo a lo que muchos tienen un incomprensible y estúpido miedo.
El segundo detalle sutil, y también soberbio porque está ahí durante casi todo el metraje es al respecto del personaje de Rupert (Stewart) y sus creencias, junto con las de los asesinos, sobre la superioridad e inferioridad de los seres humanos. Mientras todos en la fiesta tratan a la criada como lo que es, una criada, con cierto distanciamiento e incluso condescendencia, Rupert es el único que la trata de tú a tú, sin hacer ningún tipo de distinción social, la única prueba para mí de que Rupert no cree en sus propias teorías, convertidas por dos muchachos demasiado egocéntricos en un crimen irreparable.
Probablemente el instante más recordado de la cinta sea aquel en el que el suspense se vuelve inaguantable, cuando la criada en plano fijo, y mientras oímos al resto de personajes en fuera de campo, recoge los platos y candelabros del arcón y se dispone a guardar libros en el mismo. Ese momento, sin cortes de ningún tipo es puro Hitchcock, un autor que era capaz de atreverse a lo que otros ni soñaban, demostrando el gran poder de la mentira cinematográfica, al alcanzar la verdad con ella.
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