sábado, 19 de mayo de 2018

'A sangre fría', contundente alegato contra la pena de muerte



Los años 60 fueron el período de más cambios en el cine a nivel mundial, reflejo evidentemente de los cambios de una sociedad, en este caso, la estadounidense, que empezaba a ver cómo sus hijos se marchaban a una guerra que no ganarían. El arte comenzaba a ser más libre, y el cine daba muestras de ese cambio con la incursión de la Nouvelle Vague en Francia, en Inglaterra el Free cinema haría verdaderos estragos, y al otro lado del charco, darían entrada a una serie de realizadores salidos de la televisión, que cambiarían por completo la forma de hacer cine, y formarían una especie de prolegómeno de los directores que invadirían el cine en la siguiente década: Scorsese, Coppola, Spielberg, etc. Me refiero a directores como Arthur Penn, Sidney Lumet, John Frankenheimer, o el que hoy nos ocupa con una de sus mejores obras, 'A sangre fría' ('In Cold Blood', 1967), Richard Brooks.




Brooks realizó la adaptación de la novela homónima de Truman Capote tan sólo un año después de su publicación. La misma, toda una revolución en narrativa literaria, recogía a modo de documento periodístico, el horrible asesinato de una familia en Kansas en 1959, sin motivo aparente. El trabajo de investigación que Capote realizó con dicho caso puede verse en parte reflejado en las películas 'Truman Capote' ('Capote', Bennett Miller, 2005) —film por el que Philip Seymour Hoffman se llevó un Oscar—, y la superior a esta pero menos conocida, 'Historia de un crimen' ('Infamous', Douglas McGrath, 2006). Nada que ver con el impresionante trabajo llevado a cabo por Brooks en 'A sangre fría', que supone uno de los alegatos más contundentes jamás filmados contra la pena de muerte.
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Brooks, que venía de filmar joyas como 'La gata sobre el tejado de zinc' ('Cat on a Hot Tin Roof', 1958) o 'Los profesionales' ('The Professionals', 1966), captó a la perfección el espíritu de la novela, logrando ese milagro rara veces conseguido en una adaptación: que nos olvidemos por completo del material original, y que las virtudes de este alcancen una nueva dimensión en la obra fílmica —no está de más repetir, aunque me sienta tonto por señalar tal obviedad, el indiscutible hecho de que una obra literaria y una cinematográfica jamás deben compararse—. Así Brooks nos introduce de lleno en la historia de una forma poco usual: conocer de cerca a los dos asesinos antes de que estos cometan el horrible crimen. El asesinato será mostrado al final del film, de esta forma no estamos condicionados por el suceso y no levantamos juicios apresurados sobre los dos personajes centrales.
Dos personajes interpretados de forma prodigiosa —como el resto del reparto, donde también nos encontramos con un John Forsythe, antes de sus exitosos años en televisión— por Robert Blake y Scott Wilson, actores totalmente desconocidos, elegidos con el propósito de no desviar la atención del espectador, aunque llama poderosamente la atención el enorme parecido de los actores con los personajes que interpretan: Perry y Dick. El verismo que ambos actores alcanzan, bajo la implacable batuta de Brooks, es de los que se quedan grabados, al igual que el tono realista que el director imprime en su puesta en escena, con sabias decisiones como el utilizar blanco y negro en una época en la que los colorines empezaban a invadir muchos films hijos de su época. Conrad L. Hall fue nominado por su trabajo perdiendo ante Burnett Guffey por su labor en 'Boonie & Clyde' (Arthur Penn, 1967). Sin desmerecer el trabajo de Guffey en el excelente film de Penn, el premio debió llevárselo Hall sin ninguna duda.
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Ese inolvidable blanco y negro navega entre el documental y la atmósfera terrorífica que Brooks va aplicando poco a poco al relato, adentrando al espectador en el horror cotidiano, mostrando muy de cerca a todos los personajes, y marcando cierta distancia emocional con los mismos. Mención especial merece también el montaje, obra de Peter Zinner —futuro montador de dos laureadas obras de Coppola—, que va uniendo todas las líneas argumentales hasta un tramo final totalmente desesperanzador. Es encomiable cómo se unen a Perry y Dick con la familia asesinada mucho antes de que se encuentren —esa conversación telefónica que une a tres personajes—, o cómo Brooks entrelaza el horrible crimen con el ahorcamiento de los dos asesinos no dejando lugar a dudas: es tan frío y horroroso el crimen cometido por los dos muchachos como su asesinato a sangre fría bajo la indiferente mirada de testigos. Tim Robbins plagiaría sin descaro dicho método en el tramo final de 'Pena de muerte' ('Dead Man Walking', 1995).
A pesar de que 'A sangre fría' podría haber sido hija de su tiempo —¿qué película no lo es?— con elementos como el de esa banda sonora de Quincy Jones, el tema es atemporal. El estudio del ser humano bajo el prisma de dos asesinos, que nunca son mostrados como tal salvo en el tramo final. Dos seres perdidos, a los que amas y odias al mismo tiempo, con sus cosas buenas y malas, y el sin sentido de sus existencias y sus actos. "Quiero disculparme, pero ¿ante quién?" es la demoledora frase que Perry suelta antes de subir a la horca, y que define muy bien su forma de pensar, en una escena que entra por derecho propio en los anales de la historia del cine. El sonido de un corazón que cada vez late más lento, el cuerpo suspendido en el aire, el fundido a negro, y el letrero "a sangre fría". Una obra maestra.

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