martes, 22 de octubre de 2019

'El buscavidas', la partida de la vida



‘El buscavidas’ (‘The Hustler’, Robert Rossen, 1961) es una de esas inmortales películas que casi pueden considerarse un milagro cinematográfico. Todo, o casi todo, se ha dicho sobre ella ya, y sin embargo cuando uno vuelve a ver por enésima vez la película es como si la viera por vez primera. Si en el arte existe la perfección, la película de Rossen se acerca mucho a ello.
Robert Rossen fue uno de los grandes directores estadounidenses en aquellos años; hoy está un poco olvidado, y el ejemplo está en cuando se habla de directores como Elia Kazan que, perseguido y acosado por el senador McCarthy en su famosa caza de brujas, terminó cantando ganándose el desprecio de muchos. Muy poca gente suele comentar que Rossen también fue un delator, y en este caso fue un director que odiaba Hollywood y todo cuanto representaba.

‘El buscavidas’ es un relato sobre el fracaso y sobre conocerse a uno mismo. En la escena inicial, Eddie Felson (Newman), el protagonista de la historia, es presentado junto a su compañero de viaje Charlie —Myron McCormick en su penúltimo papel para el cine— como un auténtico truhan cuando en un bar engañan al dueño del mismo haciéndose pasar por un jugador de billar borracho que perderá todo su dinero. Por supuesto no es así, y tras eso sucede algo inaudito.
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Lo siguiente es el deseo de Felson, que es conocido en algunos lugares, por ganar al Gordo de Minessota —Jackie Gleason que además era, oh sorpresa, jugador de billar—, considerado el mejor jugador del mundo al que nadie ha vencido en una sola partida durante los últimos diez años. El encuentro entre éste y Felson supone una set piece larga y densa, una partida de billar que dura casi 24 horas y en la que las personalidades de ambos jugadores son descritas a través de su actitud ante el juego.
La puesta en escena de Rossen es sencillamente deslumbrante, con un blanco y negro, obra de Eugene Shuftan, que recogió su único Oscar, que ayudada de una dirección artística también ganadora de la estatuilla, ofrecen un realismo fuera de lo común en una época en la que el cine estaba cambiando, dejando atrás el sistema de estudios y abriendo nuevos caminos gracias a las nuevas miradas francesas y toda la retahíla de directores surgidos de la televisión. Rossen consigue una inspirada mezcla de clasicismo y modernidad.
Cada plano de ‘El buscavidas’, en el que se juguetea con la profundidad de campo y el montaje ayuda a unas elipsis prodigiosas, respira auténtica verdad —subrayada por el jazz de Kenyon Hopkins—, sobre todo en lo que respecta a la relación entre Felson y Sarah —prodigiosa Piper Laurie, nominada por su interpretación, y que estuvo retirada del cine tras esta película, dedicándose a ser madre y aparecer en alguna serie de televisión, para volver a ser nominada en su vuelta con ‘Carrie’ (íd., Brian De Palma, 1976)—, cuya relación se fortalece a causa de un encuentro casual.
Sarah es coja, hija de millonario y alcohólica, encontrando en Felson su tabla de náufrago, y reconociendo a ratas del calibre de Bert Gordon, al que da vida un sobresaliente George C. Scott, el villano del relato si se le quiere llamar así, y de cuya boca salen las verdades más terribles sobre el fracaso y los perdedores, apoyando lo que previamente vimos en el primer encuentro entre Felson y Minessota Fats, donde el primero pierde por su prepotencia y su no saber ganar, y el segundo guarda la compostura durante toda la partida, siendo además de un gran jugador, carisma en esencia pura.
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Es por eso que Felson aprenderá la lección más terrorífica de su vida en el transcurso de una relación que podría funcionar perfectamente si no fuera porque Gordon conoce el punto débil de Felson, al que es muy fácil enredar cuando se trata de competir con alguien ante una mesa de billar, el único lugar donde Felson es alguien, aunque lamentablemente para ser mejor tendrá que perder algo valioso. ‘El buscavidas’ también habla sobre la terrible verdad de perder a alguien y convertirte en mejor persona por ello, cuando ya es tarde.
Crimen, deseo, envidia, amor fou, amistad traicionada, perdedores con corazón y triunfadores sin alma se dan la mano en la obra maestra de Robert Rossen, quien ya había dado muestras, tanto como guionista como director, de estar enamorado de este tipo de historias, sobre regresos triunfales y victorias amargas, como claro reflejo a su regreso personal a un mundo que prácticamente odiaba.
‘El buscavidas’ puede verse mil y una veces, siempre habrá algo nuevo que descubrir —anécdota: Paul Newman y Jackie Gleason hicieron todas sus jugadas de billar, excepto una—, un plano, un detalle, una secuencia, o simplemente esa sensación que transmiten las obras perfectas, que no son más que un reflejo de la vida, aquella que nos sugiere que tal vez Felson pueda cambiar antes del desastre, antes de la tormenta que antecede a la victoria final, una de las más tristes y solitarias de cuantas ha dado el cine. Y la vida sigue.
Pocas veces Paul Newman ha estado tan bien, controlando todos y cada uno de los tics heredados del Actor's Studio, haciendo una composición de un personaje entre brillante y patético —su arrogancia le lleva a descubrirse ante unos pardillos a los que intenta timar y le dan su merecido—. Cuentan las crónicas que el mejor instante de la interpretación de Newman se quedó en la sala de montaje —al parecer interrumpía el ritmo del film—, un apasionante discurso en el salón de billar que tanto Rossen como la montadora dijeron que era el mejor instante de la interpretación. Newman declaró que dicha decisión le impidió ganar el Oscar. En 1987 se produciría una gran ironía al respecto.

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