En 'El hombre que pudo reinar' ('The Man Who Would Be King', John Huston, 1975) el término perdedor alcanza el significado cinematográfico por antonomasia, sobre todo en el cine de su autor, que tras una filmografía ejemplar, con sólo muy pocos tropiezos, encontró el punto más alto de la misma en este trabajo. A partir de ahí, el cine de Huston se debilitó para sorpresa de propios y extraños, recuperándose milagrosamente en su obra póstuma, la magistral ‘Dublineses’ (‘The Dead’, 1987).
Con ‘El hombre que pudo reinar’, Huston sumaba en su filmografía el adaptar al gran Rudyard Kipling, tras adaptar a escritores de la talla de Dashiell Hammet, Tennesse Williams o Herman Melville. Adaptaciones de las que salió airoso gracias a su envidiable capacidad de saber trasladar a la pantalla el espíritu de la obra, alcanzando con el escritor de origen indio la cota más alta de su cine, al menos para quien esto suscribe. Pocas veces en la historia del cine el género de aventuras ha estado tan bien tratado. En una década en la que los apellidos Lucas y Spielberg se alzarían como los máximos responsables de los cambios que sufriría el séptimo arte a partir de entonces, Huston se mantuvo fiel a una mirada más clásica, menos artificiosa, el gran mal de la mayoría de las superproducciones actuales.
John Huston leía a Kipling desde hacía tiempo, y siempre quiso llevar a la pantalla el relato ‘El hombre que sería rey’. Allá por finales de los años 40, la intención del realizador era llevarla a cabo con Humphrey Bogart y Clark Gable dando vida a la pareja protagonista. Una gran elección, sin duda. En la década siguiente, Huston intentó hacerlo con Kirk Douglas y Burt Lancaster, otros dos actores idóneos para los personajes. Y más tarde, Robert Redford y Paul Newman fueron los elegidos del director para protagonizar el film, pero tampoco pudo ser. Fue precisamente Newman quien sugirió los nombres de Sean Connery y Michael Caine, y a pesar de que las parejas nombradas habrían estado impresionantes en los roles —cosa que en realidad nunca sabremos, sólo podemos especular—, no hay duda de que Connery y Caine se hicieron con los papeles de sus vidas. Tanto es así, que cuando a alguno de los dos se le pregunta por la película favorita de sus respectivas filmografías, ambos coinciden al citar ‘El hombre que pudor reinar’.
La película da comienzo en Lahore, India. Allí un periodista inglés —un perfecto Christopher Plummer dando vida al mismísimo Kipling— recibe la inesperada visita de un hombre harapiento que resulta ser Peachy Carnehan, a quien Kipling había conocido hacía dos años. Carnehan le relata los terribles acontecimientos que le llevaron a ese estado. Entonces el espectador se entera de la fantástica y fatídica aventura de Carnehan y Daniel Dravot, dos vividores que acudieron a Kipling para obtener cierta información. Su gran ambición, o locura, era la de atravesar Afganistán con un cargamento de armas para establecerse definitivamente en Kafiristán, donde ayudar a las distintas tribus a defenderse, con la intención de expandirse y por ellos ser coronados reyes del lugar. Sólo por la osadía del proyecto, y las ganas que les meten tanto Carnehan como Dravot, convenientemente ya presentados al espectador, quien se rinde inmediatamente a su magnetismo, seguimos con interés su periplo, pues en saber si consiguen o no su particular misión dota al relato de cierta intriga.
Carnehan y Dravot son dos personajes típicamente hustonianos, quizá los más representativos del cine de su autor. Perdedores natos, antihéroes con un poco de moralidad y un mucho de caraduras, siempre marcados por la fatalidad del destino, pero con un afán inagotable por perseguir aquello que ambicionan. El carácter aventurero del propio Huston queda reflejado en estos dos bribones tan encantadores, a través de los cuales conoceremos el éxito y el fracaso, pero sobre todo lo cerca que una cosa está de la otra. También el desencanto que conlleva todo fracaso, algo que Huston, debido a su animada vida, entendió a la perfección. De ahí el especial cariño que pone en sus personajes, a los que trata sin piedad, también sin establecer dogmatismos, pero comprendiendo en cierto modo su forma de vida. Aquel que les lleva a perder el rumbo cuando la desmesurada ambición les hace desear de más. Así pues, el hombre se creerá un dios con poder inimaginable para cualquier cosa. Dravot, más que Carnehan, sufrirá delirios de grandeza. Y eso será la perdición de ambos. Pues un dios no puede tener ambiciones humanas. El episodio de Dravot deseando una esposa —Shakira Caine, la mujer de Michael Caine en la vida real, en lo que parece un chiste privado— refleja perfectamente lo comentado.
Pocas veces, actores tan inmensos como Sean Connery y Michael Caine estuvieron tan bien, con una más que perfecta química entre ambos. Sus personajes pertenecen por derecho propio a la antología de perdedores del séptimo arte. Huston además realiza un curioso ejercicio con el destino de los mismos. Por un lado rinde tributo a su admirado Kipling, haciendo que Dravot termine igual que en el cuento, pero a Carnehan, que en el mismo muere por insolación, le reserva el papel típicamente hustoniano, el de sufrir en vida las consecuencias de su osadía. De esta forma, Huston incide en uno de los temas recurrentes de su filmografía, que el infortunio y la desdicha pueden traer las mejores enseñanzas. Melancólica hasta la médula, llena de un humor que jamás enturbia la dureza de lo narrado, sino todo lo contrario, un Maurice Jarre que le proporciona algo de épica, y un Huston con los pies en el suelo, que mira de tú a tú a sus personajes viviendo la aventura de sus vidas. Intensa, emocionante, única. Una obra maestra.
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