martes, 15 de enero de 2019

'El vicio del poder', otra gran apuesta



Adam McKay ha formado un buen equipo con Will Ferrell, y viceversa. De dirigir al popular actor en algunas de las comedias más respetadas en el género actualmente —caso de 'El reportero: La leyenda de Ron Burgundy' ('Anchorman', 2004), su secuela o 'Los otros dos' ('The Other Guys', 2010), por ejemplo— a producir con el mismo dos films que están llenando de prestigio a McKay, ya con un Oscar en su poder por el guion de la magistral 'La gran apuesta' ('The Big Short', 2015), una contundente bofetada al sistema que provocó/permitió la crisis económica mundial de hace diez años y que, digan lo que digan los de arriba, aún continúa. A día de hoy me sigue pareciendo su mejor película. Directa, rabiosa, inteligente en el uso del lenguaje y por supuesto, provocadora, aún a pesar del riesgo que McKay corre.

Exactamente el mismo riesgo ha corrido el director natural de Philadelphia a la hora de retratar la figura de Dick Chenney, quien llegó a ser vicepresidente de los Estados Unidos tras una larga carrera política y terminó convirtiéndose en uno de los hombres más poderosos y peligrosos del planeta. Un hombre muy seguro de sí mismo que jamás ha pedido disculpas por las atrocidades que permitió y ordenó. 'El vicio del poder' es el erróneo titulo que ha recibido aquí 'Vice' —realmente quiere decir Vicepresidente, pero tenemos traductores ciegos—, y el film, tan visceral y enérgico como el anterior trabajo de McKay, corre el peligro de ser malinterpretado, de que pensemos que McKay siente admiración por alguien tan detestable como Chenney.




No creo que McKay sienta tal cosa por alguien como el citado a pesar de que el extraordinario montaje de Hank Corwin —quien recurre a ideas ya adoptadas con Oliver Stone en los noventa con películas como 'Asesinos natos' ('Natural Born Killers', 1994) y 'Giro al infierno' ('U-Turn', 1997)— parece adorar, o alabar la figura de Chenney, al que da vida un colosal Christian Bale en otra de esas interpretaciones que hacen historia debido a la transformación física, tan del gusto de la Academia —huele claramente a Oscar—. Si en la anterior 'La gran apuesta' McKay tuvo que hacer asequible para todos la jerga bancaria —sólo entendida por esos miserables que la inventaron para confundir al respetable— aquí hace lo mismo con la jerga política. Principalmente el 11-S es el eje a partir del cual gira la película.

McKay toma decisiones como las de desear que Chenney se alejase de la política convirtiéndose en un buen hombre y sobre todo padre, atreviéndose a vacilar al espectador con un brutal chiste a los cuarenta minutos de metraje, hacer que la película termine como si se tratase de otro de esos maravillosos biopics a los que los estadounidenses nos tienen acostumbrados desde hace mucho tiempo, y de los que ellos mismos están enamorados. A partir de ese instante, que en el film corresponde a cierto instante vital en la carrera del político, McKay pone todas las armas, nunca mejor dicho, sobre la mesa, mostrándonos todo lo que hizo, logrando de una narración que juega al despiste en el ritmo interno del film su mejor arma, atreviéndose además a no juzgar al personaje central, dejando una vez más en manos del público dicha decisión. El discurso final de Bale mirando a cámara, de un contundencia innegable, es buena prueba de ello. Queda el debate para después, y a partir de una terrible verdad: una guerra no se libra con piruletas.



De hecho, el discurso de McKay pasa por algo que muchos suelen olvidar, la relación entre el mundo que ¿todos? queremos, una utopía, y el mundo real, un vertedero. De ahí ese atrevimiento con el final imaginado y feliz por un lado, y con la triste verdad por otro: Chenney sigue empeñado en defender sus opiniones y decisiones hasta el final, pero eso no significa que McKay esté de acuerdo o alce la figura del citado; se sirve del arte —la única y verdadera herencia del ser humano— para hablarnos de una época demasiado reciente, con más humor del que parece a simple vista y un grupo de actores en estado de gracia que se toman con mucha diversión sus respectivos personajes. Destaca, cómo no, Amy Adams, como esposa de Chenney, y a la que McKay dedica tendenciosos minutos, pues como dice Begoña Piña, señala a la esposa de Chenney como la instigadora de todo lo que su marido hace, con citas a Shakespeare incluidas. ¿Detrás de cada gran hombre hay una gran mujer?

Con todo y a pesar del asumido riesgo en la propuesta, es muy probable que McKay haya hecho el mejor retrato jamás hecho del político, aquel que se perfila en el momento del trasplante de corazón. El director se toma su tiempo a la hora de filmar una cavidad torácica vacía. La alegoría es sencilla y asumible por cualquiera: Chenney es un hombre sin corazón. No en vano es una de las frases de diálogo del personaje encarnado por Steve Carell cuando es notificado de su "despido". La sorpresa final de la voz en off es otra de las argucias del guion para subrayar la gran ironía de la que a veces hace gala la vida en general, un juego con cierta mala leche que puede no sentar bien al espectador, al que McKay continuamente provoca y hace pensar.

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