'Están vivos' ('They Live', 1988) es una de las obras más menospreciadas sin razón del maestro John Carpenter, aquella en la que la diferencia intenciones/resultados no sólo es mínima, sino que alcanza unos máximos con una enorme economía de medios, demostrando así, como si se tratase de Roger Corman, que se puede hacer buen cine con poco presupuesto. Una película enormemente minimalista que ataca sin piedad el sistema de consumo entre otras cosas, retratando al ser humano como un auténtico borrego fácilmente influenciable y al que es fácil dominar siempre y cuando no piense por sí mismo, todo ello a partir de una muy original invasión alienígena.
Los años ochenta empezaron muy bien para Carpenter. Entre sus logros, ya sean artísticos o taquilleros encontrando un respaldo tanto crítico como del público, tenemos la primera aventura de Snake Plissken, el remake de un film no dirigido por Howard Hawks —la principal influencia del director—, la adaptación de un libro de Stephen King —uno de sus peores trabajos para quien esto firma— y la invasión de un peculiar extraterrestre con el rostro de Jeff Bridges. Tras pegarse el batacazo con 'Golpe en la pequeña China' ('Big Trouble in the Little China', 1986) y no recibir demasiados elogios por 'El príncipe de las tinieblas' ('Prince of Darkness', 1987) —ésta sí una de sus mejores obras—, el estreno de 'Están vivos' no pudo sufrir más daño dado el nulo caso que se le hizo a una película que define al ser humano con una fiereza increíble, un monigote al servicio del poder y cuya lectura social resulta hoy más actual que entonces.
El luchador Roddy Piper, con un aspecto físico que puede recordar lógicamente a Kurt Russell aunque con mucho menos carisma, da vida a un personaje llamado Nada, un hombre normal y corriente sin pasado ni futuro que llega a la ciudad de Los Ángeles intentando cumplir el sueño americano, vivir de forma diga según las reglas dictadas por un sistema que pronto se desvelará al mando de una raza alienígena que controla absolutamente todo mientras lanza subliminales mensajes a la dormida población que incitan a consumir, a no protestar, a no pensar y a seguir a dioses tan poderosos como el dinero. La paranoia de la conspiración llevada a los extremos de un film de ciencia-ficción/horror lleno de detalles de muy mala leche por parte de Carpenter, quien una vez más se encarga del guión, esta vez partiendo del relato corto de 'Eight O'Clock in the Morning' de Ray Nelson, un autor de ciencia-ficción y dibujante de cómics cuyo único contacto con el séptimo arte es el que nos ocupa.
Dicho descubrimiento es uno de los aciertos argumentales más originales que se han visto en una película de estas características: a través de unas gafas de sol que revelan un mundo en blanco y negro —toma homenaje a las cintas clásicas de Sci-Fi sobre invasiones que tanto admira Carpenter; de hecho en un momento dado del film puede verse que en un televisor están emitiendo 'The Monolith Monsters' (id, John Sherwood, 1957), que narra también una muy curiosa invasión extraterrestre— lleno de mensajes subliminales en todo anuncio que se precie además del hecho de que un tanto por ciento de la humanidad ya no es tal, sino alienígenas que se ocultan con nuestro aspecto y sólo mediante esas gafas puede verse su verdadera apariencia. Todos los grandes puestos del poder, ya sea político o militar, está bajo el control de la raza visitante marcando, cómo no, una enorme diferencia entre la clase alta (los malos) y la baja (los buenos). El mensaje de siempre realizado con una convicción que asusta.
De entre muchas de las ideas propuestas en la película destaca sobre todo una pelea entre los personajes de Roddy Piper y Keith David —efectivo secundario aparecido en cientos de películas— que además funciona como inteligente alegoría a lo que cuesta hacer ver la verdad a algunas personas. Las intenciones de Carpenter eran que dicha secuencia durase apenas medio minuto, pero los actores decidieron hacerlo más real fingiendo sólo los golpes en cara e ingle. El director dejó la secuencia entera con la que además se permite el lujazo de homenajear por partida doble a Howard Hawks y John Ford. Casi nada. Ambos actores, sin ser nada del otro mundo, demuestran una camaradería y feeling muy adecuados a la historia, además de cumplir con creces como héroes de acción muy en la línea de lo que solía llevarse en aquella década, añadiendo la mala leche de Carpenter al poner a un héroe de la época Reagan destapando el podrido sistema. ¿Quién da más?
93 minutos de puro cine realmente inspirados, con una sabia utilización del ritmo, un crescendo dramático muy bien medido, una banda sonora, obra de Carpenter y Alan Howarth, muy en la línea de ambos, y a la que personalmente le reprocho el débil trabajo interpretativo de la actriz Meg Foster con un personaje para despistar la atención del espectador y luego, de forma previsible, sentenciar el fatídico destino de nuestros héroes a la hora de inutilizar la antena que con sus emisiones oculta el mundo real.
Los cinco minutos finales están llenos de la mala leche que el director posee cuando habla de la identidad del ser humano casi siempre a través de un grupo concreto de personajes enfrentados a una situación que les supera y en el que cualquiera puede ser el enemigo. Esa decisión de querer resquebrajar una forma de vida que en realidad nos anula como seres únicos sería llevada hasta un extremo mayor en la segunda aventura de Plissken, y que en pleno 2013 resultan de los más sugerentes. Lo acertado de la propuesta es concluir en el momento justo del mundo entero descubriendo qué clase de seres son sus líderes y algunos de sus semejantes, y dejar en manos del espectador un pensamiento tan provocador como inteligente. Ya sabéis lo que toca hacer ahí fuera.
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