miércoles, 2 de mayo de 2018

'El salón de música', un modo de vida sin futuro


En una de esas exitosas listas —que normalmente mueven a la confusiíon— de Cahiers du Cinema sobre las mejores películas de la historia del cine fue toda una alegría ver en el puesto número veinte una de las primeras películas dirigidas por el director hindú Satyajit Ray, conocido sobre todo por la llamada trilogía de Apu, formada por ‘Pather Panchali’ (1955), ‘Aparajito’ (1957) y ‘Apu Sansar’ (1959). Antes de realizar la tercera entrega firmó la que nos ocupa, y que personalmente prefiero.
‘El salón de música’ (‘Jalsaghar’, 1958) nada tiene que ver con el cine que proviene actualmente de Bollywood, cuya industria es la de mayor producción cinematográfica mundial, por encima de nuestro amado Hollywood. Únicamente en el tratamiento de la música. La película, además de una banda sonora, compuesta por Ustad Vilayat Khan y Robin Majumdar, contiene no pocas secuencias de músicos tocando instrumentos tradicionales, y una sola secuencia de baile, en ese salón del título que es mucho más que el lugar donde el protagonista celebra sus fiestas.

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Chhabi Biswas, actor que me recuerda, salvando las posibles distancias, a Emil Jannings, da vida a un zamindar, una aristócrata hereditario, que posee todo lo que tiene simplemente por tener sangre noble en sus venas. Dueño y señor de muchas tierras se enfrenta sin piedad a la decadencia de una forma de vida basada más en la tradición, enfrentándose a nuevos valores y la sociedad occidental adentrándose en su país. Y plantará cara a esa decadencia, cada vez más evidente, cayendo en un agujero de autodestrucción, podría decirse que voluntario, terminando con su fortuna, que gasta en fiestas y música, representadas en ese salón alrededor del cual efectúa un juego de apariencias, por vanidad.
A Ray le interesaba sobre todo el elemento humanista de sus historias, enfrentaba tradición y modernidad, un choque muchas veces malinterpretado, la diferencia de clases sociales, representada aquí en el zamindar y todo aquel que está por debajo, y al que desprecia simplemente por no tener sangre “real”. Sirva como ejemplo cada vez que su vecino, que se ha hecho a sí mismo, prosperando como hombre de negocios, le visita para pedirle que le honre con su presencia en su casa. Todas las veces es rechazado, rematando siempre el desprecio con la celebración de fiestas cada vez más caras.
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Con lo contemplativo que puede ser el cine de Ray, hay en su ritmo interno algo ágil e intenso, aquel que le hace pasar de una secuencia de baile a un primer plano de la esposa del zamendir llorando por la dura realidad a la que se enfrenta el matrimonio. Ni siquiera el punto de inflexión, grave, duro, inesperado, adornado por la tormenta y la lluvia, y que se sucede a los 45 minutos de metraje, hacen entrar en razón al protagonista. La señal ineludible de que no hay futuro posible con el que soñar, que todo lo que ama se va, ya sea de golpe o poco a poco, caso de las joyas de la familia, último vestigio de una vida mejor.
Planos rebuscados, algunos de ellos, que son la salida de poderosos travellings que abarcan estancias o paisajes, con una elegancia que creo encantaría a Max Ophüls, y que muestran un mundo en el que la celebración de la vida sagrada se desmorona poco a poco en canciones cuya progresión en el film acentúan ese cambio de ideales, de nuevas formas de mirar la existencia. Enfrentados a los de los paisajes en los que el brillo del sol parece lejano, y sólo un elefante y un caballo son pruebas de un mundo añorado, esos planos no son más que la propia tumba de un hombre abocado a un único y desesperanzador destino, mientras todo a su alrededor progresa a marchas forzadas.
Atención a las metáforas, algunas de ellas más sutiles que otras, con las que se refleja ese viaje de autodestrucción, una sensación más que un viaje. Ese saltamontes en la copa, o el más conseguido de todos, con el que comienza y concluye el film, la lámpara del salón de baile, siempre brillante, siempre desprendiendo luz, y que Roy observa, por primera vez, y antes del último amanecer, su lento apagado; la llama que, en su caso, se agotará haciendo aquello por lo que siempre será recordado. También ese gran espejo que devuelve el reflejo de una realidad que el protagonista se niega a ver. Una obra maestra.

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