miércoles, 9 de agosto de 2017

'Stolen Face' y 'Mantrap', Terence Fisher y Paul Henreid



En la historia del cine británico el nombre de Terence Fisher debería figurar con letras de oro. Hablamos de uno de los más revolucionarios directores de su tiempo, casi siempre dentro del género fantástico, gracias a todas las películas que hizo para la mítica productora británica Hammer Films, cuya época de esplendor se sitúa entre finales de los años cincuenta —con el estreno de la estupenda 'La maldición de Frankestein' ('Curse of Frankenstein', 1957) y principios de los setenta, con los últimos films interesantes de la casa, de Roy Ward Baker o Peter Sasdy, entre otros.

Fisher fue, sin duda, el director estrella de la casa, aquel que dejó las mejores obras, y aunque su fama empezó a cimentarse con la espléndida película con Peter Cushing dando vida al temible barón Frankenstein, tuvo una primera etapa en la casa, prácticamente desconocida —tal vez habría que decir completamente ignorada—, en la que ya ponía sobre la mesa muchas de sus inquietudes, sobre todo a nivel temático, y casi siempre dentro del cine negro. 'Stolen Face' (1952) y 'Mantrap' (1953) son dos perfectos ejemplos de esa época fisheriana, ambas con Paul Henreid, el inolvidable marido tonto de Ingrid Bergman en 'Casablanca' (íd., Michael Curtiz, 1942).


'Stolen Face' es la más interesante de las dos, con bastante diferencia. Parafraseando a nada menos que Dostoviesky, quien sentenciaba que únicamente la belleza salvaría al mundo, el film narra la historia de un cirujano plástico (Henreid) convencido de que la belleza es capaz de curar a personas que son delincuentes. Tan atrevida premisa, casi propia de alguien muy inocente, es servida por Fisher con una convicción fuera de lo común. Se adelanta por un lado a sus perversas versiones sobre el barón Frankenstein por un lado, y por otro,  a la obsesión filmada por Alfred Hitchcock seis años más tarde: 'Vertigo' (íd.). Así pues, el Dr. Philip Ritter (Henreid) es en un principio un profesional muy enfocado en su trabajo, y convencido de su hipótesis sobre la fealdad física, para luego ser un hombre profundamente enamorado y obsesionado con el recuerdo de una mujer.

'Stolen Face' se divide en dos partes muy bien diferenciadas. En la primera Fisher, tras la típica presentación de personajes, se centra en su particular "mad doctor", el cual es definido sobre todo por la matizada interpretación de un actor que poseía esa envidiable cualidad de bordar tanto personajes amables y simpáticos, como otros más oscuros. Ritter es alguien que posee ambas facultades. Los grises, una vez más, definiendo al ser humano, y al lado del elegante actor una Lizabeth Scott que termina superando, con creces, a su partenaire masculino.



Scott tiene un doble papel. Da vida a Alice, la mujer de la que se enamora Ritter, con la que vive un apasionado romance, para luego desaparecer de su vida. Completamente obsesionado, el doctor opera a Lily, una convicta desfigurada, a la que pone el rostro de Alice —de ahí el título del film, "rostro robado"— en lo que es, sin duda, un acto de egoísmo y profunda ofuscación. Scott también da vida a Alice en su nueva etapa, dando no sólo la oportunidad a la actriz de lucirse bastante —lo cierto es que hablamos de una de las actrices más desaprovechadas e infravaloradas de la historia del cine estadounidense—, sino de establecer cierta ambivalencia a la hora de definir la naturaleza humana.

Por supuesto Ritter fallará en su inocente suposición sobre la bondad y la maldad, y también en construir la vida de alguien a su alrededor para ayudarla, porque en el fondo la razón es egoísmo puro y duro. La película tiene su clímax en un tren, lujoso escenario cinematográfico, tal vez algo apresurado, pero con un momento único, el cara a cara entre Alice y Lily, un choque emocional de envergadura, que concluye fatídicamente aunque con una curiosa reflexión , y que cierra de un carpetazo la triste visión humana, llena de prejuicios, sobre la fealdad física.



'Mantrap' es la siguiente película que Henreid hizo a las órdenes de Fisher. Otro ejercicio de suspense, a un nivel menor por lo convencional de su propuesta y desarrollo, pero con elementos interesantes y momentos a recordar. Esta vez el actor da vida a un abogado, también detective aficionado, al que un amigo le pide investigar sobre el caso de un fugado de prisión acusado de asesinato. La típica historia del falso culpable que tantos buenos recuerdos nos ha dejado dentro del cine. Fisher no está tan inspirado como en el anterior film, pero construye dos set pieces dignas de elogio.

Una está interpretada por la ex-novia del preso —al que da vida un justito Kieron Moore—, obsesionada con la fuga de su antiguo amante, alegoría algo simple del pasado que nunca nos persigue. La actriz Louis Maxwell da vida a Thelma, que ya ha rehecho su vida, pero vive en continua angustia desde la fuga. En un salón de belleza se produce el mejor momento de la función y aquel que mejor sirve para representar lo que el personaje siente. Thelma, con los ojos tapados, se queda sola en una de las salas del salón y un ruido le hará entrar en un estado de paranoia —ceguera emocional— en una secuencia muy bien medida, y planificada, por el director.



El otro instante es aquel en el que el falso culpable descubre (recuerda) al verdadero. En una secuencia de baile Fisher juega al despiste, al menos al que le permite el reducido espacio y los personajes conocidos por el espectador. Un momento también puramente Hitchcock que termina por cerrar el caso repentinamente. En el resto de sus elementos, salvo el de la fotografía del veterano Reginald H. Wyer, son de lo más anodinos y no ayudan a que la película pase de lo simplemente correcto. Incluso desaprovecha algunas de sus proposiciones, como por ejemplo el detalle del abogado al que le gusta jugar a ser detective, y que guarda numerosas referencias cinéfilas.

Recomiendo verlas en un programa doble, y como preámbulo a lo que Fisher desarrollaría en su etapa más lúcida en títulos terroríficamente inolvidables.

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