Yasujirô Ozu forma parte del grupo de directores japoneses, al lado de Akira Kurosawa y Kenji Mizoguchi, más conocidos internacionalmente y que hayan pertenecido a la época clásica. Siempre he conectado más con el cine de Ozu, mayúsculo como pocos y de una extrema sensibilidad sin caer jamás en lo fácil en muchas de sus historias. Un maestro en la composición del plano, y que de éste emane la vida en sí misma.
‘Cuentos de Tokyo’ (‘Tokyo Moinogatari’, 1953) es una de las obras maestras de su autor, probablemente el título más conocido de todos cuantos dirigió. Un film que, al igual que ‘Japón bajo el terror del monstruo' (‘Gojira’, Ishirö Honda, 1954) surge de una nación en estado de reconstrucción tras todo el horror sufrido en la Segunda Guerra Mundial, cuyos ecos perdurarían en el cine en títulos tan clave como el presente.
Un argumento sencillo compone la columna vertebral de este título. Fue escrita por el propio Ozu y uno de sus colaboradores habituales, Kôgo Noda, quien se inspiró en el film estadounidense 'Dejad paso al mañana' (‘Make Way For Tomorrow, Leo McCarey, 1937), uno de los filmas más duros jamás hechos por el tema a tratar, la vejez. En ‘Cuentos de Tokyo’ un matrimonio ya mayor decide visitar a sus hijos en la ciudad, descubriendo que éstos no tienen demasiado tiempo libre para ellos.
Así de sencillo, así de directo y así de duro. Ozu se toma su tiempo para presentarnos a los personajes, uno a uno, primero ese matrimonio, que iniciará el que será el último viaje de su vida, luego sus dos hijos, y por último, la viuda del tercer hijo, muerto en la guerra. Cuando menos nos lo esperamos, sus rostros nos son muy familiares, como si les conociéramos de toda la vida. Ozu retrata lo cotidiano, sin prisa pero sin pausa, y sin esfuerzo alguno nos hace partícipes de un trozo de vida.
Una vida que el espectador bien podría reconocer como la suya propia. Cualquier tipo de espectador, además. Ozu expresa, desde Japón y su cultura, sentimientos plenamente universales. El amor entre padres e hijos, el irremediable paso del tiempo sobre las personas que una vez fueron y ahora son olvidadas, el egoísmo de los hijos a los que sus propios padres parecen significar una molestia, de terrible coherencia vital.
Al igual que terrible es descubrir que la persona que más ayuda a la pareja no lleva su misma sangre. El amor que nada tiene que ver con el poder de la sangre, de las raíces, y que se desvela como la mejor herencia de una vida ya perdida. Ozu lo filma todo con pasmosa serenidad y tranquilidad, dando al plano fijo una importancia mayor de la que posee, como queriendo plasmar, o reflejar, aquello que se escapa inexorablemente con el paso de los años. La vida a través de la quietud.
Y en medio de toda esa quietud, sólo dos movimientos de cámara —aunque pueda parecer lo contrario, Ozu era un experto en mover la cámara, sobre todo en su etapa silente—, destacando aquel que encierra a abuela y nieto —como las dos muestras más extremas de vida reciente y vida vivida— en un pequeño campo. Ella le dice que ya no estará para verle crecer, y el niño, como todo niño, desoye a su abuela y sigue jugando. El plano quieto se mueve, la cámara encierra pasado, presente y futuro. La quietud representa la vida, y la muerte es sugerida por un travelling y una elipsis.
A través del retrato de la familia Ozu realiza un lienzo, en un blanco y negro demoledor, de la vida misma, de lo humano en general. Una disección única que se posa tranquilamente en nuestra mente y ya no sale de ahí. Ozu insufla vida a un arte a través de un reflejo de la realidad, tan certero y dolorido como lírico en su composición. Atención a la utilización de la exquisita banda sonora, compuesta por Takanobu Saito, vertida sólo en determinados y muy sentidos instantes.
Qué gran y único díptico hace con el film de McCarey.
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