lunes, 27 de enero de 2020

'A las nueve cada noche', el terrible universo infantil


‘A las nueve cada noche’ (‘Our Mother’s House’, Jack Clayton, 1967) es una de las películas más retorcidas y duras de su director, el poco conocido y muy reivindicable Jack Clayton, quien se ganó la inmortalidad por haber dirigido el mejor relato sobre fantasmas jamás realizado, ‘Suspense’ (‘The Innocents’, 1961), una de las películas más influyentes que han existido, y con la que la presente guarda algunas similitudes, por cuanto también retrata parte del siempre complicado universo infantil.
La cuarta película de un director que sólo dirigió siete es también su última gran obra, un film tan valiente en su concepción como en sus variados, y equilibrados, tonos. Adaptación de la novela de Julian Gloag ‘Our Mother’s House’, el film es una visión de la vida a través de los inexpertos ojos de siete hermanos, condenados a aprender a marchas forzadas, creando su propio mundo con leyes propias e incluso propia religión.


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‘A las nueve cada noche’ da comienzo con la muerte de una madre que deja a sus siete hijos solos en una gran casa. A partir de ahí, los siete hermanos se las arreglarán para sobrevivir sin la ayuda de adultos, creando a partir del desconocimiento vital, y sólo con las enseñanzas que su madre les dejó, creando un mundo propio tan fascinante como terriblemente preciso en su descripción de la innata maldad infantil. Un mundo en el que Clayton incluso se las ingenia para coquetear con el fantastique.
Un cuento de hadas de ribetes claustrofóbicos hasta la aparición de un muy particular lobo con piel de cordero, el antaño marido de la mujer muerta que acude al lugar a petición de uno de los hijos, que actúa por ingenuidad. Antes de esa llegada, marcado punto de inflexión en el relato que incluso se atreve a simular un deus ex machina en un instante tenso del film, Clayton deja libres a los niños sin padre ni madre, armando los cimientos de un universo propio con tabernáculo incluido en el que hablar con su madre fallecida.
El gran Alfred Hitchcock sostenía, entre otras cosas, que trabajar con niños en el cine era insoportable. En ‘A las nueve cada noche’ siete actores son filmados por un Clayton que sabe lo que hace y ni uno resulta excesivo o fuera de lugar, gracias a una dirección de actores soberbia y un dibujo de personajes fuera de lo común. Siete personalidades distintas provenientes del mismo vientre, y cuya verdadera razón de existencia se desvelará en el momento más álgido del film, cuando los niños, todos juntos, descubran la verdad sobre el mundo, sobre su mundo, con la desilusión tan característica de un niño.
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Los adultos del relato, incluido el propio y soberbio Dirk Bogarde, son como incursiones violentas y rupturas provenientes de la realidad alejada del particular universo infantil. Colores chillones y comportamientos desconocidos, como reflejos de ese mundo exterior al que tanto temen, se materializan en el proceso de madurez que más tarde o temprano les tocará experimentar. Son los ogros del citado cuento de hadas que, no sólo actuarán por puro egoísmo y despecho, sino que funcionan como catalizador de la realidad, cada vez más invasora de un lugar que dejará de ser privado y único. El proceso de aprendizaje a marchas forzadas, sin infancia, sin ilusión, sin recuerdos.
Clayton es nostálgico —la música de Georges Delerue, extraordinaria, capta ese sentimiento de añoranza que todo adulto puede sentir al recordar su niñez— y feroz al mismo tiempo. Lejos de concesiones inútiles que vistan el mundo color de rosa, deja a sus protagonistas, recordemos, niños, a su suerte en uno de los desenlaces más terribles que ha dado el cine. Hacia un futuro incierto, solos, sin ayuda ni influencia que les salve de los más que seguros peligros que les aguardan. Como la vida misma.
‘A las nueve cada noche’ revela una vez más a un director de una sensibilidad extrema, única y con especial mano para la creación de atmósferas opresivas, fantasmales, que configuran un equilibrio ético/estético tan complejo que la película necesita verse de nuevo tras su visionado, para comprobar el juego tan diabólico y conciso que Clayton propone. Un viaje por el amor fraternal, el amor físico, los celos, la envidia, el fanatismo y la propia muerte, siempre a través de los ojos inocentes y curiosos de un niño.

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