jueves, 1 de febrero de 2018

'Centauros del desierto', una larga búsqueda de sí mismo


La imagen de arriba es una de las más famosas de ‘Centauros del desierto’ (‘The Searchers’, John Ford, 1956), el western más admirado en la filmografía de su director. War Bond, en una de sus múltiples colaboraciones con John Wayne y John Ford, es el testigo silencioso de la más breve, y maravillosamente sutil, historia de amor narrada en el séptimo arte conocido: la de Ethan (Wayne) y Martha (Dorothy Jordan), sugerida en el inolvidable primer tramo de esta película, una de las más influyentes que existen.
‘Centauros del desierto’ se abre con un plano con la cámara saliendo de la oscuridad al exterior de un porche, podría decirse pues un viaje desde la penumbra a la luz. También representa el interior de Martha, por eso ella abre la puerta. Ethan, que la ama y desea, pero es la mujer de su hermano, ha estado fuera muchos años sirviendo a su país, y quién sabe si con la excusa de no poseer a la mujer que ama como verdadera razón para su ausencia. Todo eso, y mucho más, queda resumido en ese bello plano con Bond mudo y aparentemente indiferente, mientras a sus espaldas un tierno beso en la frente, con el deseo como subtexto, tiene lugar.


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Un sentimiento soterrado y duradero que se convertirá en un momento dado en un punto de inflexión absoluto para Ethan, probablemente la interpretación con más matices a la que se ha tenido que aproximar John Wayne. Y ese punto no es otro que el ataque de los comanches, comandados por Scar (Henry Brandon), al rancho de Aaron y Martha Edwards, del que se llevarán a Lucy (Pippa Scott) y a la pequeña Debbie. Ethan encontrará a la mujer de sus sueños más secretos bajo otra puerta y con la cámara de nuevo en el interior, un interior que jamás será suyo, y ahora ha sido violado y asesinado por un comanche.
Tan bello gesto de venganza, más allá del odio y racismo que Ethan siente hacia los indios –fijémonos cómo trata el inicio a Martin Powley (Jeffrey Hunter), mestizo que él mismo encontró abandonado cuando era un bebé−, es la motivación más clara en un film con el que Ford no sólo incide en la historia los Estados Unidos a través de un pueblo apoderándose de otro, sino en la ambivalencia de todo ser humano. Ethan puede resultar despreciable –ese movimiento de cámara tras visitar a mujeres rescatadas de los indios, que señala unos ojos oscuros y casi sin humanidad−, pero también atento y culto –no sólo conoce su cultura, también, y muy a fondo, la de los indios, su supuesto enemigo−. Esa característica es atribuible a varios de los personajes.
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Las referencias a la religión, por ejemplo. Ford era muy católico, y los comentarios y comportamientos religiosos en el film siempre tienen su respuesta opuesta. El muy atractivo capitán predicador que interpreta Ward Bond mata en nombre de Dios, aunque jamás por la espalda a alguien que está huyendo, como sí hace Ethan. La secuencia del indio enterrado al que Ethan dispara en los dos ojos muestra al predicador desconocedor de las creencias que su amigo sí conoce, y sin embargo, y esto es lo más interesante, no abraza ninguna creencia.
‘Centauros del desierto’ podría considerarse una road movie dentro de un western, dada la larga búsqueda, a lo largo de siete años, por parte de Ethan y Martin, de la sobrina del primero. Una odisea en la que la relación entre ambos irá enriqueciéndose de matices, en una evolución casi milimétrica, y que más tarde se ha visto miles de veces. Una relación paterno-filial que hará que Ethan se plantee ciertas cosas y Martin comprenda, hasta cierto punto, a un hombre que parece pertenecer a otra época. Y es que el film antecede en ciertos puntos lo que en ‘El hombre que mató a Liberty Valance’ (‘The Man Who Shot Liberty Valance’, 1962) queda totalmente patente, el fin de una era y la llegada de un mundo en el que no hay lugar para el viejo cowboy.
Como ya viejo y zorro era John Ford y sin embargo era capaz de sorprender con los meticulosos cambios de tono en el film —la boda—, o como por ejemplo, la lectura de la carta de Martin que el personaje de Vera Miles realiza, tratada toda en clave de comedia, mientras Ford se atreve a realizar un flashback simplemente con un corte de plano, de forma repentina. Como repentinas son todas las apariciones de los indios –incluida Debbie, ya crecida, bajo la piel de una joven Natalie Wood−, decisión narrativa del director, que viste de cierta fantasmagoría al “enemigo”.
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Sirva como ejemplo el magistral ataque indio a la casa de Martha y Aaron, todo a base del uso del fuera de campo. Aaron recoge su rifle y cierras puerta y ventanas, Martha impide que Lucy encienda una lámpara, la cámara se acerca al rostro desconcertado de Lucy, la cual comprende la situación y lanza un grito de terror que hiela la sangre. La pequeña Debbie, en la tumba escondida, es sorprendida por Scar —personaje que no es otra cosa que el alter ego de Ethan— quien la rapta y toca el cuerno dando la señal de ataque. ‘Centauros del desierto’ es un film extremadamente violento, una violencia descarnada que campa a sus anchas en nuestra imaginación.
Curiosamente, todos los fallecidos blancos son mostrados en off, mientras que la carnicería que el Séptimo de caballería, al son de la típica jiga irlandesa, realiza sobre el poblado indio, es mostrada por Ford sin miramientos. Hombre, mujeres y niños asesinados por el hombre blanco en manos de un director acusado muchas veces de racismo, cuando el tema a tratar es mucho más que una etiqueta, es hablar de la intolerancia y señalar que probablemente todos, en mayor o menor medida, somos racistas. Un racismo que, en caso de Ethan, le lleva a no abandonar jamás su misión y completarla con éxito.
Un éxito que no se trata sólo de dar con Debbie, que ya crecida vive como compañera del asesino de su madre, sino en la redención de Ethan al cogerla en brazos exactamente igual que había hecho siete años antes cuando era una niña. El contraplano como respuesta a todo un sufrimiento, una breve pausa y una frase catártica: “Volvamos a casa Debbie”. Pero el hogar no es lo mismo para ambos. ‘Centauros del desierto’ concluye con un plano idéntico al del principio, ese marco sirve como umbral de regreso a un hogar al que Ethan no pertenece realmente. Una redención a medias para un hombre que muy probablemente morirá solo, pero haciendo lo que creía correcto –esa elegancia al caminar−, la mejor sensación que uno puede tener al morir. El gesto, ya histórico, que hace con el brazo, es un guiño por parte de Wayne y Ford al entrañable Harry Carey.

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